Tres visiones sobre la privacidad y la muerte

La realidad obliga a adaptar el derecho al mundo tecnológico, pues el fallecimiento tiene implicaciones en el entorno digital

La primera aproximación al tema de la privacidad y la muerte suele ser categórica: un muerto no tiene derecho a la privacidad. La privacidad es un derecho asociado a la personalidad; si no existe la personalidad, tampoco existe el derecho. No obstante, en el  presente, los licenciados Carlos Vela Treviño, socio del Grupo de Práctica de Tecnología de la Información y Comunicaciones en Baker McKenzie; Marissa Aviña Zapata, asociada, Propiedad Intelectual en Baker McKenzie; y Laura Montes Bracchini, socia, LMB Abogados Consultores exploran las problemáticas recientes en las que el derecho a la privacidad trata de encontrar un camino para prevalecer sobre la muerte.

Entre la privacidad y el avance científico

En la actualidad, las instituciones de gobierno y las empresas son capaces de almacenar y registrar gran variedad de información sobre las personas. Por ejemplo, los registros civiles capturan y conservan datos sobre nuestro estado civil, nacimiento y muerte; los hospitales públicos y centros de investigación preservan información histórica sobre el estado de salud y el padecimiento de las personas; las autoridades migratorias resguardan información relativa a la condición de migrante, y las entradas y salidas del territorio, entre otros. ¿Qué sucede con esa información cuando una persona muere?, ¿quién podría o debería tener acceso a ella?, ¿en su caso quién podría ser afectado en su intimidad o en la de su familia por una filtración no autorizada de una fotografía o del ADN concernientes a una persona que ya no está con vida?

Una aproximación a las respuestas de estas preguntas, incluyendo  los efectos de la posible publicación de la secuencia genómica de las células cancerígenas de una persona fallecida hace más de 30 años (Henrietta Lacks) y el posible impacto en la privacidad de su descendencia, se narra en el best seller The Immortal Life of Henrietta Lacks (Broadway Books, 2011), libro que dio pie a la película del mismo nombre (Estados Unidos de América, 2017). A contraluz, el libro también deja ver el daño que podría causarse a la comunidad científica si los descendientes de una persona tuvieran el derecho de objetar, en aras de proteger la privacidad de la familia, evitando la publicación de estudios científicos de gran envergadura.  

En cuanto a la información que los gobiernos guardan sobre las personas, la legislación y las resoluciones de las autoridades en materia de acceso a la información y privacidad han empezado a clarificar algunos aspectos de esta problemática. Sin embargo, el camino no ha sido sencillo.  En algunos países europeos; por ejemplo, la regla es relativamente clara: una vez que transcurren 70 años contados a partir de la muerte de una persona, cualquier otro individuo u organización puede tener acceso a sus datos; lo anterior, incluyendo aquellos considerados como sensibles, es decir, el estado de salud, las preferencias políticas o sexuales, información genómica, etc. La existencia de este tipo de autorizaciones suelen ser celebradas por el sector académico, pues eliminan posibles barreras regulatorias que podrían existir para investigadores y científicos de distintas disciplinas.  

México adoleció precisamente de esa condición de bloqueo a la información pública por una visión expansiva de los derechos de privacidad. La Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental (LFTAIPG), publicada en 2002, estaba ideada para “garantizar el acceso de toda persona a la información en posesión de los Poderes de la Unión”; no obstante, el artículo 2 incluía una restricción que terminó siendo perniciosa: si un documento tenía datos personales, el mismo se clasificaría de manera permanente como “información confidencial”, salvo que los titulares de estos otorgaran el consentimiento expreso para su divulgación.

Lo anterior implicaba que la información contenida en ciertos registros, y que se refería a personas que ya habían fallecido, no podía ser entregada a los particulares, toda vez que la entrega violaría el mandato de confidencial impuesto por la ley a los entes públicos.

Como resultado de dicha limitación, existían archivos históricos de un enorme valor científico a los cuales los investigadores no podían tener acceso, simplemente por el hecho de que incluían nombres, direcciones y otros datos personales.

Un estudio sobre este problema es el que nos ofrecen Pablo Yankelevich y Paola Chenillo Alazraki en su estudio sobre “El Archivo Histórico del Instituto Nacional de Migración”, investigación en la que se documenta cómo una visión estrecha sobre los derechos de privacidad llevó al Instituto Nacional de Migración (INM) a clasificar como datos privados aquellos que, por su propia naturaleza, deberían ser públicos. El análisis demuestra cómo esta decisión ha afectado adversamente la capacidad para lograr un mejor entendimiento de los movimientos de población y las políticas de migración e inmigración que rigieron en México durante más de un siglo.  

Otro caso relevante, y que ha servido de base para las nuevas regulaciones en materia de archivos, privacidad y acceso a la información pública en México es el de los investigadores que buscaban acceso a los expedientes clínicos y los libros de registro de los pacientes que fueron internados en el manicomio general “La Castañeda”, entre 1943 y 1968; la solicitud de acceso original fue negada por la Secretaría de Salud (SS), argumentando que los archivos contenían datos personales sensibles respecto a la salud de las personas. 

Finalmente, y después de un proceso legal que implicó un análisis de la legislación vigente en materia de acceso a la información pública y leyes de archivos, el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI) ordenó a la SS abrir esa información bajo la condición de que los investigadores firmaran convenios de confidencialidad y se obligaran a proteger la privacidad de las personas y no publicar información que hicieran identificables a los individuos.   

El INAI resaltó que los investigadores lograron probar en el proceso que la prohibición de acceder a los documentos contravenía el interés público porque impondría una restricción a las tareas de investigación y haría imposible el conocer y entender a cabalidad prácticamente un siglo de las enfermedades psiquiátricas que adolecieron los mexicanos.

Actualmente, se busca combatir el riesgo de una interpretación expansiva de los derechos de privacidad asociados a registros públicos y lograr un balance entre el derecho a la privacidad y otros que empiezan a tener un valor enorme para la sociedad, como son los derechos a la verdad y a la memoria.

El nuevo paquete de legislación relacionado con el Sistema Nacional de Transparencia busca generar consistencia entre las leyes de protección de datos personales, acceso a la información y gestión de archivos, a fin de que contradicciones en estas leyes no impidan el avance científico.


La muerte acompaña al hombre en vida, es una dicotomía extraña. La única certeza que tiene el ser humano al nacer es que la muerte llegará en algún momento, seguramente en el menos oportuno, y cuando llegue se deja de existir.

Esta era una concepción aceptable hace décadas. La muerte traía consigo el final de la personalidad jurídica y con ello se terminaban los derechos, tanto los que hubiera podido ejercer la persona como los que pudiese gozar en vida y sobre todo se extinguía la identidad. Hoy la realidad es distinta si se reconoce que, un individuo no solo existe en el plano físico sino también en el mundo digital.

Los avances tecnológicos han permitido tener una existencia digital más allá de la muerte; ello no significa que sea únicamente la identidad que quedará expuesta después del fallecimiento en documentos digitales ni toda aquella información compartida en las redes sociales en Internet; sino que además expone una personalidad autónoma mediante la creación de avatares, entendidos como sistemas de identificación gráfica que se comunican con otros internautas después de la muerte de su titular.

Es así como se sigue opinando, relacionando y generando información actualizada después de la muerte. “Tendremos una identidad online como extensión de la identidad offline.”

La identidad digital es un fenómeno que interactúa, en la actualidad, con las diversas actividades que se realizan en el ecosistema virtual, es decir, en todas las plataformas desde las cuales se sostiene algún tipo de comunicación. Por ejemplo, el correo electrónico, las redes sociales, el comercio electrónico, la banca electrónica y el gobierno digital.

Mucho se ha dicho sobre que la identidad se pierde tras la muerte cuando solo queda el cuerpo; cuando la conciencia de vida sale de él, pero esto no es así. El cuerpo mismo genera información tras la muerte, pues toda la información que se crea desde el nacimiento no se reduce a cero al momento de morir. Por el contrario, de inmediato se generan más datos con el anuncio de la muerte física de un individuo a sus contactos, y más si esta es notificada en sus redes sociales.

En la era digital, la persona crea un mundo personal donde existe tanto en plano físico como en el virtual y lo gobierna bajo sus propias decisiones. Tras el fallecimiento, la persona se despoja de sus pertenencias dentro de las que está su cuerpo, mejor dicho, su cadáver.

La creación del primer programa de donación de cuerpos (PDC) en México por parte de  la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) en el Departamento de Anfiteatro de su Facultad de Medicina, y cuarto programa de su clase en América Latina, constituye un avance completamente disruptivo y un punto de partida para comprender si existe realmente la muerte digital cuando fallece la persona; incluso reta conceptos tradicionales del derecho, para cuestionar la existencia de una protección a la privacidad post mortem.

El PDC sistematiza el estado de salud de una persona a partir de su muerte, generando líneas de investigación en su cadáver bajo tecnología de la UNAM desarrollada con base en principios éticos, legales y de dignidad humana. A través de la investigación se pueden conocer patrones de salud, enfermedades, e incluso, estructuras óseas propias de la población mexicana.

Con ello se generan datos novedosos sobre el fallecido, incluso más sensibles que los que se hubieran conocido en vida. Bajo un soporte digital, todos estos serán almacenados para analizarlos, examinarlos y difundirlos con fines médicos, estadísticos y de docencia. ¿Existirá entonces una muerte digital? ¿La persona puede optar por una vida virtual tras la muerte con solo la disposición de su cuerpo?

La privacidad y la protección de datos personales son derechos humanos reconocidos en vida, pero en la actualidad, los derechos de una persona no se limitan a su propia esfera.

Los individuos poseen una identidad propia pero también familiar, con herencias psicológicas, físicas y biológicas. Bajo esa perspectiva, ¿cómo es que la investigación y resultados obtenidos por medio de un cadáver no impactarían a sus familiares? En ese caso, ¿no tendrían ellos –a partir de la base de protección de identidad familiar y privacidad de grupo–, la posibilidad de ejercer y exigir una garantía de derechos sobre los datos personales de quien fuera uno de sus miembros? No solamente sobre su identidad y privacidad, además sobre su imagen pública.

La privacidad del siglo XXI ya no se refiere nada más a la persona, sino al grupo al que pertenece y también a los fallecidos. Dejar de existir en el mundo digital se ha vuelto una decisión, no un destino.

Hay diversas teorías útiles (aún no aplicadas por ningún régimen jurídico) que nos servirían para entender por qué la sistematización humana podría eliminar la concepción clásica sobre la extinción de derechos a la par que la terminación de la vida, justamente la propietización de los datos personales es una de ellas.

Esta teoría confronta a la naturaleza jurídica del derecho a la protección de los datos personales atribuibles a personas vivas, donde la información relativa a la persona es un objeto sobre el que tiene un derecho de propiedad y, por lo tanto, la última voluntad del testador puede incluirla y decidir sobre su destino final.

Bajo esta perspectiva, la muerte no es el final de tales derechos pudiendo heredar a terceros los inherentes a la protección incluso de la nueva información. Con ello, el impacto en su identidad bajo la elección de una “supra existencia digital” podría ser controlado por sus herederos.

Desde luego, una teoría como esta no brindaría en México una solución completa para el ejercicio de los derechos de la privacidad y la protección de datos personales extendidos después de la muerte física, cuando el sujeto sigue con vida digital, por tratarse de derechos humanos no susceptibles de transmisión.

Lo cierto es que la información es un concepto amplio que incluye todo lo que pudiese identificar o hace identificable a una persona física y, no obstante que este concepto excluye a cadáveres, la información se sigue generando después de la muerte.

En el caso tangible del PDC de la UNAM surgen inquietudes reales cuando la persona dona su cuerpo para líneas de investigación que arrojan estados de salud desconocidos o datos genéticos novedosos. ¿Podemos considerar que los derechos inherentes al control de los datos personales que identifican a la persona se terminan con la muerte, aunque se sigan generando más datos en el mundo digital a partir de la sistematización de la información sobre su salud?

La autodeterminación informativa ejercida bajo el consentimiento de la persona para la investigación en su cadáver supera a la muerte, y esto lleva aparejado el tratamiento de datos personales. ¿Por qué acceder sobre un tratamiento de datos en forma individual si impactará en una privacidad grupal donde nadie del grupo podrá ejercer control sobre ella?

La oportunidad que se tiene hoy de contar con una identidad digital a la par de una existencia física hace imprescindible analizar la necesidad de extender el derecho a la protección de los datos personales y la privacidad post mortem, dejando de lado el discurso simplista de que a partir de la ausencia de vida también deja de existir el derecho para la persona. En este supuesto, la identidad de la persona no será concluida con los actos que consintió en vida cuando su consentimiento para seguir generando información irá más allá del fallecimiento.

El análisis de la compatibilidad del impacto a la identidad post mortem en los medios físico y digital, la identificación y autenticación de cadáveres con la persona en vida y la herencia del ejercicio de los derechos de un individuo respecto de su privacidad y sus datos personales una vez fallecido son tareas que deben reflexionarse por el derecho bajo la idea de que el concepto de “muerte” ya no es concebido tradicionalmente como antes lo era.

La extinción de la personalidad al momento de la muerte y la concepción de una identidad concluida junto con la vida no deberían ser ideas acabadas ni conceptos aceptables. La realidad obliga a adaptar el derecho a un mundo tecnológicamente inquieto, donde “descanse en paz” no será más la frase correcta “y su huella continúa entre nosotros” será el obituario del futuro.


Hoy en día, las generaciones millennial y centennial, se encuentran creando diariamente contenido original en redes sociales o compartiendo contenido de terceros, construyendo así perfiles individualísimos de su persona, gustos, amistades, experiencias, entre millones más de datos sobre ellos mismos. Es tan común publicar, compartir, comentar en redes sociales, que pocas veces, o en realidad nunca, se cuestiona qué pasará con ese contenido digital después de la muerte.

Mucho menos existe miedo al escribir mensajes directos y privados con algún amigo, amante o viejo conocido, en cada una de las cuentas de redes sociales, pues se siente en control pleno de estas, así como en control de los aparatos, celulares y computadoras. Esto, por la certeza de las contraseñas, preguntas personales, la nube y otros medios para proteger información confidencial.

Sin embargo, ¿qué pasa en realidad con la información personal y autoral de un fallecido? Misma que se encuentra a disposición pública en la red, o bien, si el usuario fue restrictivo con sus cuentas, a disposición de cierto público “controlado” y supuestamente “conocido” por el ahora difunto.

Quiénes podrán tener acceso a la cuenta; se podrá acceder a esta con algún permiso aun cuando no se tenga la contraseña, o todo ese contenido digital deberá quedar almacenado por los servidores de las grandes empresas hasta que, por falta de uso, estas lo eliminen.

Más aún, si la muerte del fallecido fuese por un homicidio, suicidio o muerte inexplicable, ¿podrá el dolor de un padre, hermano, o pareja ser suficiente para violar una política de confidencialidad y una licencia exclusiva para acceder e intentar encontrar pruebas o cualquier tipo de señal que expliquen las razones de lo sucedido al ser querido? La realidad es que todas las respuestas a estas preguntas existen.  Todos aquellos que tiene una cuenta abierta en cualquier red social aceptan los términos y condiciones de uso, mismos que anticipan situaciones como la muerte.

Facebook, por ejemplo, da la opción a sus usuarios de designar a una persona “contacto de legado” para que cuando mueran pueda encargarse de su “cuenta conmemorativa” o bien, eliminarla por completo y de manera permanente. No obstante, si el usuario decide no seleccionar a nadie como contacto de legado, la cuenta automáticamente, se convertirá en una conmemorativa cuando la red social conozca sobre el fallecimiento del usuario. 

Por otro lado, el contacto de legado cuenta con facultades limitativas al “encargarse” de la cuenta del difunto, pudiendo compartir un último mensaje en nombre de este, actualizar la foto de perfil, descargar una copia de lo que compartió el usuario en Facebook, entre otras. Pero nunca podrá iniciar sesión, eliminar publicaciones o fotos antiguas, leer mensajes, suprimir amigos o aceptar nuevas solicitudes de amistad.

Lo anterior, puede interpretarse como una solución al problema de contenido digital post mortem en redes sociales. Sin embargo, pueden crearse mecanismos más eficaces para los usuarios desde la creación de sus cuentas como establecer dicho contacto de legado como requisito para abrir un perfil (y no como una opción más en la configuración de seguridad).

Así como al abrir una cuenta bancaria o de cualquier otra índole donde se guardan bienes materiales y se señala a alguna persona que quede a cargo en caso de fallecimiento del titular de la cuenta, así podría ser obligatorio indicar a un encargado post mortem de las cuentas de redes sociales, pues al final son datos personales y bienes intangibles, como propiedad intelectual, que permanecerán en la red sin rumbo –a menos que se haya leído los términos y condiciones de uso y se elija al contacto legado a tiempo-. 

Comentario final

Sería interesante observar si las redes sociales llegarán a obligar a cada usuario a que decida desde un inicio si se eliminará o no la información creada en su cuenta al momento del aviso de su muerte; y si decide que no se eliminará, obligatoriamente designar a alguien, usuario o no de esa red social, para manejar su cuenta con ciertas limitantes. De esta manera, los usuarios podrán optar en vida por ejercer su derecho al olvido después de su muerte, o bien, decidir permanecer en Internet a través del contenido que una vez se creó, para seguir compartiendo su legado con su propia comunidad digital.