De acuerdo con el numeral 5o., fracción II de la Ley General para la Igualdad entre Mujeres y Hombres, la discriminación es toda distinción, exclusión o restricción que, basada en el origen étnico o nacional, sexo, edad, discapacidad, condición social o económica, condiciones de salud, embarazo, lengua, religión, opiniones, preferencias sexuales, estado civil o cualquier otra, tenga por efecto impedir o anular el reconocimiento o el ejercicio de los derechos y la igualdad real de oportunidades de las personas.
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Es raro pensar en que algunos varones puedan sufrir discriminación laboral; sin embargo, también pueden ser segregados o mal vistos para desempeñar un puesto de trabajo que es considerado, social y culturalmente, “cosa de mujeres”.
Por ejemplo, las escuelas cierran la posibilidad de contratar hombres por el hecho de no haber visto nunca a un docente en un jardín de niños, apoyándose en la excusa de que las familias lo verían raro o que rechazarían la posibilidad de descubrir que un caballero puede realizar el trabajo de una maestra, y que incluso pudiera ser dañino para los niños.
Los roles de género siguen estando arraigados en los empleadores, lo que provoca que no se logre la igualdad laboral, por ello es necesario que se deje a un lado la creencia de que hay diferencias entre hombres y mujeres para desempeñar o no un cierto puesto de trabajo y centrarse en las personas como profesionales, independientemente de su género.
De ahí que, para lograr una mayor protección de los particulares en sus derechos humanos, es necesario que las empresas cumplan con su obligación de contar con centros de trabajo donde se fomente la igualdad y abstenerse de establecer condiciones discriminatorias entre los trabajadores, parte fundamental del trabajo digno y decente (arts. 2o. y 3o., LFT).